Desde que Montesquieu definiera de
la separación de poderes en legislativo (parlamento) Ejecutivo (gobierno) y
judicial), nadie ha puesto seriamente en cuestión la idoneidad de esta
clasificación. Se supone que en una democracia representativa es suficiente con
estos tres órganos de poder.
En España en concreto, y desde hace años, se clama por una separación
verdadera, ya que la politización de todas las instituciones del estado pone en
tela de juicio su imparcialidad (en especial en el poder judicial con el
nombramiento tanto del CGJP como de la fiscalía general del estado o el
Tribunal Constitucional). El pueblo como tal, y una vez representado en el
parlamento, ya no tiene ningún control ni apoyo directo del poder del Estado.
Pasa a ser su súbdito. La única institución “del pueblo” es el Defensor del
Pueblo, cargo también sujeto a los devenires políticos. Pero ¿desde cuándo el
pueblo necesita que le defiendan? ¿es que está amenazado? Pues sí, está
amenazado por un Estado omnipresente y distanciado de la voluntad de quienes
representa.
El Defensor del Pueblo tiene una efectividad limitada ya que no tiene
capacidad de sancionar a la Administración y solo puede emitir recomendaciones. No quiere esto
decir que su labor sea vana. En 2012 llegaron a cerca de 600 actuaciones aumentando un 20% respecto al año anterior. Sobre
todo, esta institución tiene una gran importancia cuando se trata de investigar casos de
injusticia sobre individuos o pequeñas minorías, que al no contar con difusión
suficiente pasan desapercibidas. Parece obvio, que una institución que
representa directamente al pueblo, debería ser elegida por todo el pueblo. Su
función debería ser actuar como un contrapoder que permita, tanto recomendar buenas
prácticas, como tener capacidad para modificar o paralizar leyes contrarias a
la soberanía popular, por encima de los 3 poderes clásicos, y/o convocar a
referéndum cualquier norma contestada socialmente. En una democracia
representativa, esta “Oficina del Pueblo” debería tener como mínimo estas
funciones.
Pero yo voy más allá, pues apuesto por una #democraciadirecta . En este
caso, también la “Oficina del Ciudadano” es una institución que también debe
existir. Primero, porque es la institución que debe actuar, como supervisor y
fiscalizador de la actuación de la Administración del Estado, actuando como
contrapoder y reportando directamente al pueblo. Esto implica que las personas
que la compongan, (funcionarios, voluntarios, o ciudadanos contratados), deben
tener acceso franco a todo estamento de la Administración, para ejercer su
auditoría. Además, esta Oficina podría canalizar las iniciativas ciudadanas
formales, atender las causas a las minorías, realizar la interlocución con
ONG’s, y actuar de oficio en la proposición de enmiendas, nuevas iniciativas o
en la emisión des sanciones contra la administración por falta de
transparencia, baja calidad en atención al ciudadano, etc..
En definitiva, la impregnación política entre los tres
poderes clásicos, y la tendenciosidad con que actúa la burocracia
administrativa es un hecho. Por eso considero necesario que el pueblo cree una
vía efectiva para mantener su soberanía un nuevo estamento que se anteponga a
los clásicos de Montequieu. La Oficina del Ciudadano sería el catalizador
de este contrapoder
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