El proceso democrático, es la única vía para
asegurar de la gobernanza y el mantenimiento de un Estado colaborativo. Es el
individuo, de forma autónoma y soberana quien se constituye como ciudadano de
una comunidad para aceptar las reglas de
juego. Sólo el ideal democrático se demuestra válido para conjugar el bien individual y común. Asegurar el proceso democrático e incrementar
su nivel de calidad es el primer servicio del Estado colaborativo.
Para validar un proceso de votación debe darse
una Participación efectiva de la
ciudadanía, que exista Igualdad de
los votos en la etapa decisoria, Autonomía
para la toma de decisión, Control de la Agenda política final e Inclusión de todas las opciones y de
los ciudadanos del Estado. El peligro de
las actuales democracias participativas, es el inmovilismo de los partidos para
incrementar la democracia del sistema, e implica un desbalanceo de fuerzas
representativas, (la actual oligarquía partitocrática). Además, la falta de
control de agenda, y la imbricación de
los intereses corporativos en lo público provocan una ruptura del “contrato
social” entre instituciones del Estado y los ciudadanos. La representatividad
del Estado está cuestionada, y el impulso colaborativo de la sociedad lo trunca
la realidad política. El Estado colaborativo solo puede avanzar y convertirse
en un nuevo “contrato social” si se acelera su reestructuración a favor de la
democracia.
La mejora del proceso democrático es el
garante de la colaboración, y por tanto es el único servicio que certifica la
integración del Estado con cada uno de los ciudadanos. El primer punto en
cuestión dentro proceso democrático Colaborativo, es la representatividad. Las
democracias (o poliarquías) parlamentarias, han traspasado la confianza en la
representatividad al deshacer la separación de poderes y subvertir programas y
agendas políticas a intereses partidarios. La representatividad ya no es
eficiente para el proceso democrático, en cuanto lo desmantela. Por ello, hay
que abundar en la democracia participativa y directa en las grandes cuestiones
del Estado.
La representatividad parlamentaria fue la
única solución viable ante el aumento del tamaño y complejidad de los estados.
El crecimiento de población y el incremento de diversidad cultural hacían
inmanejable la gobernanza directa. Por otro lado, el desigual acceso a
recursos, información y las diferencias culturales de la ciudadanía, obligaban
a la delegación de soberanía en representantes preparados con reputación y
confianza suficiente. Los parlamentos de los pasados siglos, cumplieron en gran
parte su labor, al aumentar el bienestar social, y la calidad de vida de la
comunidad. Pero ahora, todo ha cambiado
La creación de procedimientos y métodos para mejorar el proceso democrático,
no es sino mejorar el gobierno de un Estado, en tanto que entrega más poder al
ciudadano, favorece y refrenda la colaboración. La consecución de este objetivo, es
incompatible con los tres poderes clásicos, y puede quedar fuera de su
competencia. El poder judicial es el intérprete de la norma y el Ejecutivo
quien preserva su cumplimiento. Corresponde en todo caso al Legislativo la
creación de normas y por tanto también las que mejoran el proceso democrático.
Pero la realidad histórica demuestra que esta opción es inviable. Por una
parte, es notorio que la realidad social siempre va por delante de la
normativa. Jamás se han dado saltos cualitativos en legislación democrática sin
exigencias más o menos violentas del pueblo
o circunstancias excepcionales. Son contados los casos en que la
legislación haya ido por delante de las necesidades sociales, adelantándose e
innovando. Al contrario, la innovación se deja de lado en las leyes, que siempre
van a remolque de la realidad y encuentran seria oposición de los gobernantes.
Además, el Legislativo, como representante de la ciudadanía, adquiere un poder
que no desea abandonar. La falta de un contrapeso efectivo, tiende al monopolio
y como ya se ha manifestado en las últimas décadas, invade el resto de poderes
mimetizándose en el Judicial e indistinguible con el Ejecutivo. En conclusión,
la delegación de poder en la ciudadanía, la cercanía con realidades cambiantes
y la necesaria innovación normativa son incompatibles con las tres estructuras
de poder. Cuando Montesquieu creo la
estructura de los tres poderes, no podía detectar la velocidad de los cambios
sociales de un mundo global tecnificado. Probablemente, concebía la democracia
formal como una estructura estática, sólida y muy diferente a la actual
realidad líquida y fluída.
Por ello, el Estado Colaborativo crea un
cuarto poder efectivo, cuya misión es mejorar el proceso democrático y
evolucionar la estructura del Estado. Funciona como interfaz entre los tres
poderes clásicos y la ciudadanía, preservando la independencia entre ellos,
pero sometidos a un control constante. Su misión es integrar y mantener la
representatividad entre las Instituciones del Estado y la ciudadanía, impulsar
el proceso democrático y velar por la gobernanza del Estado. Es la vía para
oponer el inmovilismo y burocracia de las instituciones clásicas al movimiento innovador
que requiere la sociedad. Este poder es
institucionalizado por la “Oficina del
Ciudadano”.
Como responsable del proceso democrático,
convoca elecciones, referéndums, y
consultas. Coordina e impone el debate de propuestas ciudadanas. Los grupos de
trabajos ciudadano canalizan las propuestas legislativas, a través de este
órgano, y pueden proponer mociones de confianza y revocación a los altos cargos del Estado, que se canalizaran
mediante dicha institución.